La autoestima. Susi Lizón: Psicóloga humanista integradora y sofróloga clínica
La autoestima es como la ventana a través de la cual vemos el mundo y nos percibimos a nosotros mismos, si nos queremos bien, sería como tener una ventanita limpia desde la cual vamos a poner el énfasis en nuestras fortalezas , en nuestras cualidades, en las cosas que nos salen bien y, a través de ella, en los aspectos más positivos y constructivos del mundo que nos rodea, por el contrario si nos queremos mal, sería como tener una ventanita turbia y empañada desde la que vamos a poner el énfasis en nuestras debilidades , en nuestros defectos, en nuestros errores y, desde ahí, vamos a percibir los aspectos más negativos de los demás y del entorno que nos envuelve.
Y es que como dice Nathalie Branden, la autoestima es como el sistema inmunológico de nuestra consciencia, si la tenemos sana nos protege de padecer trastornos psicológicos y conflictos personales, si no es así, tenemos más posibilidades de tener ansiedad, depresión y problemas de comunicación, lo que nos muestra que la autoestima no empieza y termina en nosotros, sino que empieza en uno mismo y se manifiesta en nuestras relaciones con los demás.
Podemos preguntarnos, ¿de qué depende que la ventana de nuestra autoestima esté limpia? ¿Depende de los demás, depende de nosotros?
Cuando somos niños, nacemos valiosos, pero no lo sabemos, y dependemos de la imagen que las personas de referencia, generalmente los padres, nos dan de nosotros mismos. Las caricias psicológicas que nos ofrecen, es decir las manifestaciones de afecto incondicional tanto físicas como verbales hacia nosotros, son el alimento principal de la autoestima sana, que nos permite desarrollar en nuestra personalidad los ingredientes fundamentales para querernos bien, que son la confianza y el amor hacia uno mismo.
Sin embargo, no siempre de niños hemos recibido estas imágenes positivas de nosotros, basadas en la aceptación y el amor incondicional, porque las personas encargadas de nuestro cuidado no estaban en condiciones de darlas por sus propias heridas emocionales. A pesar de ello, cuando somos adultos somos responsables de nuestra autoestima, y para ello debemos desarrollar el trabajo interior de abrazar esa parte herida y no aceptada que nos lleve a una autoestima sana y reparadora.
Desde este punto de vista, es importante integrar todo aquello que rechazamos de nosotros mismos, en lugar de querer arrancarlo y luchar contra ello. La dirección que nos lleva a la reconstrucción de la autoestima es hacia dentro y no hacia afuera. Se trataría de acoger todo aquello que no nos gusta de nosotros mismos en lugar de tapar o expulsar aquello que nos molesta. Haciéndonos una unidad por dentro, sanamos la autoestima, y desde ahí mejoramos la relación con los demás, nuestras relaciones dejan de ser dependientes y demandantes para ser relaciones más nutrientes y enriquecedoras sin esperar que el otro tape el hueco emocional que solo a nosotros nos corresponde llenar.
Autoestimarse es experimentar un sentimiento de estar en paz con lo que uno es. Este sentimiento emerge de la profunda aceptación de todo aquello que no nos gusta de nosotros mismos, de reconciliarnos con todas las partes que están en conflicto en nuestro espacio interior.
Esta aceptación incondicional de querernos tal y como somos, no nos impide el cambio, sino todo lo contrario, lo facilita e incluso hace que este se produzca más rápido. Y esto es así, porque cuando abrazamos y acogemos todo lo que somos, dejamos de malgastar la energía en luchar contra una parte de nosotros mismos, y la tenemos disponible para mejorar y transformarnos.
Cualquier obstáculo o dificultad que aparece cuando nos estimamos bien, es aceptada e integrada en el proceso de la vida y se convierte en el combustible que alimenta nuestra verdadera autoestima. Y es que quererse bien, no depende de nuestros éxitos profesionales, de nuestras cualidades consideradas positivas o de nuestros logros económicos, sino que más allá de todo ello, la verdadera autoestima, depende de la capacidad que tengamos de acogernos a pesar de nuestros fracasos, nuestras equivocaciones, nuestros defectos y nuestras debilidades.
La clave está en desarrollar un yo cuidador que nos acoja en los momentos difíciles y de esta forma ir experimentando cómo la autoestima se convierte en un amortiguador de las emociones aflictivas y así, a través de ella, ser capaz de poner amor donde hay dolor.
La verdadera autoestima no tiene que ver con el perfeccionismo, sino que tiene que ver con la aceptación, la aceptación de nuestra parte vulnerable.
Por lo tanto, en dónde tenemos que poner el foco de nuestra atención no es en cambiar lo que no nos gusta, sino en abrazarlo, en poder decir: sí así es, así está siendo, y desde ese reconocimiento sincero y honesto dirigir nuestra energía hacia la manifestación de lo que creemos es mejor para nosotros, teniendo en cuenta que cualquier creencia que tengamos es buena si nos proporciona paz y armonía interna y externa, y si no quizás nos valga la pena revisarlas y transformarlas en ideas que nos acerquen al fondo de serenidad que nos corresponde por naturaleza.
Este concepto de autoestima ligado a la aceptación de lo que somos, nos acerca a experimentar el valor que llevamos dentro independientemente del vaivén de los sucesos de nuestra vida, de si ocurre o no lo que deseamos, de si nos aprecian o no, pues nuestro sentimiento de valía ya no depende de lo externo, sino que depende de nosotros mismos.
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